¿Qué queda de los viejos relatos que impulsaron el surgimiento de la idea moderna de la Universidad en la institución universitaria efectivamente existente en las sociedades actuales, en la universidad real que conocemos? Seguramente muy poco. Parece por un lado obligado reconocer y asumir el fracaso de la universidad contemporánea para realizar los ideales que insuflaron su nacimiento histórico. Pero al mismo tiempo, y por otro lado, parece obligado afirmar la universidad como el último reducto en el que los procesos de reflexión crítica podrían idealmente realizarse en un ámbito protegido frente a los terceros intereses que marcan el desplegarse de las disciplinas de saber como correlativas a los ejercicios de poder. Tan obligado nos parecerá entonces reconocer el fracaso de la universidad moderna en sus pretensiones de garantizar el acceso universal al conocimiento –y a través de ello a la emancipación- como recordar que en ningún otro ámbito mejor que el suyo –el de ésa que Derrida llamó la universidad sin condición- puede en efecto pensarse el sin duda irrenunciable -hoy todavía- ejercicio de la exigencia crítica en el producirse y circular público de los saberes.



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